EL PAN DE LA ALEGRÍA (CAPÍTULO I)
Martes de madrugada. Noche cerrada.
El frío corta como un vidrio helado
las manos y las caras de los obreros madrugadores, asesina a los brotes
rebeldes que se atreven a insinuarse en los árboles de la plaza, tiende un
gélido velo de novia sobre el agua quieta del laguito artificial.
Frente a la plaza glacial y desierta,
el local de la panadería “La Alegría” es una isla de luz y de calor. Por las
rendijas de sus persianas cerradas se filtra el rumor de los trabajadores que
desde hace rato se afanan en preparar toneladas de pan, facturas y pasteles que
alimentarán la voracidad de los parroquianos, quienes llegarán en unas horas,
hambrientos como termitas. Junto con las voces, el viandante solitario que pasa
frente al local puede percibir las oleadas de calor despedidas por el
gigantesco horno y la luz de las lámparas de bajo consumo.
En el interior de la cocina no existe
el frío. El ingente horno industrial, como un monstruo metálico de fauces
ardientes, somete a los trabajadores a rigores caniculares a pesar de promediar
julio.
Brandon Arias, el joven pinche de
limpieza, se seca la frente sudada antes de hundir las manos en el agua tibia,
sucia y jabonosa de la bacha.
Pasa otro empleado y deposita a su
lado una pila de recipientes pringados con restos de leche, harina y yema de
huevo podrida.
Brandon suspira. Mira al frente y lo
espanta una cucaracha grande y torpe como un topo que asciende dificultosamente
por los azulejos.
Decidido a aplastar al insecto,
blande un cucharón de madera. Pero cuando va a asestar el golpe, duda. El enorme
artrópodo acaba de mover levemente las alas.
Brandon teme que el insecto levante vuelo antes de que pueda golpearlo.
Y se sabe que el vuelo de una cucaracha es una amenaza letal para la hombría y
la autoconfianza de un muchacho argentino de diecinueve años. ¿Qué hará si el
ortóptero, en su vuelo tosco, se posa sobre su cara, con sus seis patas peludas
y pegajosas? Brandon trata de imaginar una manera viril de espantarse una
cucaracha. Ensaya mentalmente la voz más grave que tiene, preparándose para
exclamar: “puf, que bicho molesto” con una entonación que denote fastidio, pero
no temor, y prepara la mano para arrojar al insecto lejos de su rostro con un
además seco y firme. Pero teme dejarse dominar por el asco y terminar suplicando
“sáquenmela, sáquenmela” con la voz aguda de la infancia, que aún le cuesta
dejar atrás, y agitando las manos como alas de colibrí. Eso provocaría una risotada
general y lo convertiría en el blanco de las bromas de la banda de muchachotes
que comparte el trabajo con él en la cocina de “La Alegría”. Y Brandon no puede
permitirlo. Llegó hace dos meses a la ciudad, procedente de su natal Misiones,
con la idea de conseguir un trabajo que lo saque de la vida miserable que
conoció en su hogar materno, con una madre envejecida prematuramente y un
enjambre de hermanos de distintos padres (aunque Brandon nunca conoció al
suyo). Y después de dos semanas de dormir en las plazas y entrar a todos los
locales que veía a preguntar si no lo podían contratar o a intentar que le
dieran un plato de comida a cambio de barrer la vereda o limpiar las ventanas llegó
a la panadería “La Alegría” donde el encargado apenas lo miró y le dijo
“arrancás mañana en la cocina, hacé lo que los chicos te indiquen”. Trabajaba
todo el día fregando trastos y pisos, pero el adelanto de sueldo le había
permitido pagarse un cuarto en una pensión y al retirarse le regalaban una
bolsa de pan y facturas. Ya no dormía a la intemperie ni pasaba hambre. Por eso
quería conservar ese trabajo, y procuraba que la convivencia con sus compañeros
fuera lo más llevadera posible. Bastante tenía que soportar recibir órdenes de
todo el mundo y hacer las tareas más desagradables por ser el nuevo. No podía permitir
que además lo hicieran el centro de escarnio.
Estaba pensando en esto cuando una
voz grave resonó a sus espaldas: “¿Qué pasa, flaquito? ¿Te quedaste congelado?”
Narciso, uno de los panaderos, estaba
detrás de él. Era un muchachón inmenso, de un metro noventa de altura y amplias
espaldas. Trabajaba en cueros, porque estaba siempre al lado del horno
ardiente.
Narciso tomó una hoja del papel absorbente
que usaban para limpiar y estrujo al insecto con ella, dentro de su mano
nudosa. Se oyó un crujiente ruido de élitros triturados. “De nada, flaquito”
dijo Narciso y volvió a su puesto junto al gigantesco dragón de metal que
devoraba masa y escupía panes.
Martes a la madrugada. Amanecía.
En breve la panadería “La alegría”
abriría sus puertas. Los panaderos se afanan por sacar nuevas hornadas de panes
fragantes y calientes, para llenar hasta el tope los canastos de mimbre.
Narciso ríe y bromea con sus
compañeros. Sus manos, fuertes y nudosas estrujan la masa sobre la mesada.
Brandon lo espía por el rabillo del
ojo. Observa el torso desnudo del panadero, todo sudado y lleno de músculos. Su
piel marrón bañada de harina. Sus labios carnosos y gruesos, el firme mentón,
los ojos negros y chispeantes en ese rostro de escultura precolombina. Los
mechones de cabello azabache que se escapan debajo del gorro.
Narciso levanta la bola de masa. Se
la pasa por el pecho lampiño y por los sobacos peludos. La convierte en un
chorizo y se lo enrosca al cuello como una estola. Después vuelve a la mesada,
donde la sigue amasando: la doma como a una boa constrictora, y la parte en
varios segmentos.
Brandon traga saliva. Por un momento
deseó estar en el lugar de esa masa de pan.
Martes al atardecer. Crepúsculo frío.
En el vestuario de la panificadora,
los obreros se despojan de su ropa de trabajo y se dan una ducha caliente para
quitarse los restos de sudor y harina antes de salir.
Brandon tirita bajo el escaso chorro
de agua tibia que cae del caño. Con sus bracitos de juguete se ciñe el cuerpo
flaco para exponer menos superficie de su piel al frío, que hace temblar sus
rodillas de canario.
“No me digás que tenés frío,flaquito”
Narciso pasó a su lado, soberbio en
su desnudez estatuaria, con la toalla colgando del hombro como una capa.
Brandon le miró las piernas, musculosas y peludas, como las de un futbolista.
Entre ellas colgaba una verga hipertrófica, recubierta por un prepucio oscuro y
venoso del que asomaba un glande morado. Un matorral de pelo negro la cercaba,
extendiéndose sobre el pubis y los dos testículos redondos como las bolas de
fraile que fabricaba su dueño.
Brandon se sintió avergonzado de su
pequeñez. Se podían contar sus costillas y su propio miembro se retraía contra
el pubis como acobardado por el frío.
“Gimnasio y papa, flaquito”, le dijo
Narciso desde la ducha vecina. Brandon se sobresaltó al darse cuenta de que el
panadero había advertido que lo estaba mirando. “Para el cuerpo, gimnasio y
papa. Para lo otro tenés que conformarte con lo que Dios te dio. Pero no te
preocupes que de ahí tampoco venís mal. Lo que pasa es que con este frío hasta
la bestia más poderosa se esconde en su cueva, jajaja”.
Ríe con carcajadas estruendosas bajo
la lluvia tibia de la ducha, la boca se le llena de agua y jabón.
Martes al atardecer. Noche invernal.
Ya se encendieron las farolas de la plaza y la vereda.
Brandon y Narciso caminan a la par, abrigados con camperas y gorros, y con sus mochilas colgando del
hombro. Narciso además empuja su bicicleta. No se monta a ella para acompañar a
Brandon en su caminata.
Al salir de la panadería, ya duchados
lo volvió a abordar… “¿Vos vivís en la pensión de la Cata, no? Te vi el otro
día, cuando llegaste. Vos estás en la habitación que era del Gallego. Yo vivo
en la doce, en el segundo piso. ¿Vas para allá?”
Por el camino conversan. Brandon le
habla de Misiones, de su mamá y de sus hermanitos. Narciso le habla de las
siestas y los montes de su Santiago. De siestas ardientes, pasadas bajo la
fresca sombra de un algarrobo. De una casa de adobe con la puerta siempre
abierta, con un ejército de hermanos y una pareja de padres que son primos.
Por el camino, Brandon patea una lata
vacía, que se desplaza unos pocos centímetros delante de los muchachos. Narciso
la engancha con la punta del pie, la levanta, y hace un jueguito en el aire,
como si se tratara de una pelota. Le cuenta a Brandon que jugaba al fútbol en
un club de su pueblo, allá en Santiago. Que viajó a Buenos Aires a probarse en
River, pero que no tuvo suerte. “Justo ese día me había torcido un tobillo y
estaba medio rengo”, se justifica. Que después de ese intento fallido había
enganchado trabajo en el campo, en la cosecha de la soja. Y que cuando terminó
la cosecha, el capataz lo trajo en auto hasta la ciudad más cercana donde lo
dejó con dos cartas de recomendación: una para el dueño de “La alegría”,
pidiendo que le dé trabajo y otra para la Cata, pidiendo que le dé alojamiento.
Y allí estaba
Por el camino Brandon suspira y le
dice a su nuevo amigo que le gustaría aprender a hacer pan y facturas como él.
Narciso le responde que también arrancó como peón de limpieza. “Tenés que mirar todo y ponerte pillo… cuando
falte alguno, te van a poner a amasar, para ver como andás… vos quédate cerca
de mí, yo te voy a ir enseñando… ah, y vas a tener que aprender a bancarte a
las cucarachas, allá hay algunas que parecen perros de seis patas, jajaja.”
Por el camino la risa de Narciso era
como un cencerro, bullente y cálida al mismo tiempo. Lograba que Brandon
sonriera también, olvidado de avergonzarse por su blatofobia.
Por el camino llegaron a la pensión
de Cata. Ya era plena noche. Narciso invitó a Brandon a subir un rato a su
habitación, a beber una cerveza y jugar con la play. Brandon estaba molido de cansancio, pero no quería desairar a su nuevo amigo.
Martes por la noche. Una helada
inclemente cae sobre la ciudad del arroyo barroso y congelado.
En el interior de la pensión de la
Cata, la habitación de Narciso se calienta con un brasero. Sobre las paredes
descascaradas el muchacho colgó banderines de fútbol, un póster del ídolo de
River Plate, el “burrito” Ortega y fotografías de sus padres y hermanos.
Ya habían bebido cuatro latas de
cerveza entre los dos. Ya habían cenado con los restos de pan y facturas que
les habían dado una panadería.
Ya Narciso le había enseñado sus
tesoros: una casaca de River autografiada por Ortega. Un par de mancuernas
herrumbradas, que usa para ejercitarse en sus ratos libres. Una medallita de la
Virgen de Sumampa que le había regalado su abuela cuando era chiquito. Y la
consola de Play Station que estaba pagando en cuotas. Desafió a Brandon y
jugaron dos partidos, pero se aburrió pronto, porque Brandon jugaba mal y le
ganaba muy fácil. Le preguntó a Brandon si quería que fueran al kiosco de
Pocha, que estaba abierto las veinticuatro horas, por más cerveza. Pero Brandon
tenía sueño y no podía dejar de pensar que en un par de horas tendrían que estar
de nuevo en la panadería. Prefería retirarse a su habitación a descansar. Así que los flamantes amigos se desearon las
buenas noches, se despidieron con un choque de puños y se acostaron, cada uno
en su cuarto.
Miércoles por la madrugada. Noche
cerrada.
Narciso duerme en la cama desvencijada
de la habitación doce de la pensión de Cata. Sueña que juega en el Monumental,
con la casaca de River, en un superclásico. En la tribuna una multitud corea su
nombre. Lleva el número diez marcado en su espalda. Recibe un pase de un
compañero, le sale al cruce un defensor rival, lo elude con una rápida gambeta,
se acomoda, dispara al arco de Boca, un zurdazo como para reventar la red. La
hinchada enloquece…y suena la alarma. Narciso despierta en la habitación
helada. Hora de salir, el trabajo llama.
Miércoles por la madrugada. Noche
cerrada.
Brandon duerme en la cama
desvencijada de la habitación cinco de la pensión de Cata. Sueña con un atardecer
de verano en su pueblo natal. Él corre por un sendero de tierra colorada,
acompañado por “Lali”, su perra de la infancia. Se dirige al bosquecito donde solía
recoger frutas y flores junto con sus hermanos. Se interna en la espesura junto
con otros muchachos. Mientras los otros chicos
se trepan a los árboles buscando frutos o nidos de pájaros él se pone a
recoger flores de mburucuya. Quiere hacer un ramo para llevárselo de regalo a
su madre, que siempre está triste. De repente los otros chicos gritan de
alegría. Encontraron una higuera cargada de brevas en sus ramas más altas. Todos se trepan y
empiezan a comer, se pegotean las manos y las mejillas con la dulce pulpa roja.
Brandon quisiera subir también, pero no se atreve. No quiere abandonar sus
preciosas flores de mburucuya. Si lo hace se quedará sin regalo para su mamá, y
ella no se pondrá contenta, no lo abrazará, ni lo besará, ni le dirá que lo
quiere. Los muchachos desde arriba se burlan de él arrojándole cáscaras de
higo. De pronto, desde algún lugar, aparece Narciso. Le sonríe, le hace un
gesto, y se quita la remera. Así en cueros, se trepa al árbol con la agilidad
de un carayá. Al rato desciende, cargando su propia remera llena de brevas,
como si fuera una bolsa. Brandon salta de alegría. Vuelven los dos por el camino
de tierra roja, seguidos por “Lali”, con las bocas llenas de pulpa de higo y
cargados de flores de mburucuya. Cuando van acercándose a la puerta de la casa,
donde los espera la madre de Brandon, la escena se vuelve borrosa y se
desvanece.
Suena la alarma. Brandon despierta en
la habitación helada. Hora de salir. El trabajo llama.
Uno caminando, el otro en bicicleta,
los dos llegan a la cocina de la panadería “La Alegría” a la hora indicada para
empezar a elaborar el pan.
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