LA PIEDRA QUE LATÍA (TANDIL, 1912)
Los
pocos transeúntes que fatigaban las calles de Tandil a esas horas de la
madrugada del 29 de febrero de 1912, tropezaron con el macabro hallazgo:
parecía un bulto negro abandonado en la calle, pero era el cadáver de un
hombre. Cuando el policía que hacía su ronda nocturna por las calles del
poblado lo dio vuelta y le vieron la cara, uno de los curiosos dio un grito de
asombro. “¡Pandereta!”
Al loco
“Pandereta” lo conocía todo el mundo.
Solía entrar a los bares, donde cantaba y bailaba a cambio de unos tragos. A
veces la policía lo detenía y lo dejaba en el calabozo unos días, pero después
lo largaban. Con el tiempo dejaron de molestarlo, porque era el bufón oficial
del pueblo. No se le conocía familia alguna, y nadie recordaba cómo había
llegado a Tandil. “Estuve siempre”… bromeaba él. “Soy como la Piedra Movediza.
El día en que yo me muera, se cae la piedra.” Los parroquianos le festejaban la
ocurrencia y le compraban otro vaso de grapa.
Pasadas
las cinco de la tarde, Arsendina Francisco, terminó de calentar el mate cocido
que sirvió a sus dos hijas, junto con una galleta de campo dura como las
piedras de granito que partía su esposo en la cantera vecina. Hacía dos años
que vivía en Tandil. Pero ella pensaba en su antigua vida de maestra rural en
las sierras salmantinas, como si fuera un remoto pasado, acontecido hace siglos
en otra encarnación, o una realidad paralela. Ahora vivía en ese lugar casi
salvaje, y era la mujer de un picapedrero. Su salud, ya deteriorada por la
peste contraída en el barco y nunca curada del todo se resintió aun más con la
constante aspiración del polvo de granito de la cantera y por las salvajes
sudestadas de la pampa, que le provocaban frecuentes ataques de tos, resfríos y
estados febriles en cualquier época del año. Todas las noches, hincada frente
al ícono de la Virgen de la Macarena, uno de los pocos recuerdos que había
podido traer de España después de haber rematado todas sus posesiones para
pagar el viaje, Arsendina imploraba al Cielo que le permitiera seguir viviendo
por lo menos hasta poder colocar en matrimonio a sus hijas.
Inesperadamente,
se oyó un estrépito y una vibración que hizo temblar los muebles y volcó el vaso de mate cocido que la pequeña
Beatriz estaba bebiendo. Arsendina se aferró a la pared para conservar el
equilibrio. ¿Terremotos? Lo único que les faltaba. Pero no podía ser, le habían
asegurado que en esa zona no había temblores. Salió a la puerta, cruzó palabras
con las otras vecinas que también habían salido de sus viviendas alarmadas por
el estrépito. ¿Qué había sido eso? De pronto, Segismunda Quiroga, la vecina más
anciana de la zona señaló la cima del cerro, con los ojos desencajados y un
alarido de horror en su boca desdentada. Las otras mujeres miraron en la
dirección que marcaba el índice de la vieja, y también gritaron de horror y
asombro. La cima del cerro Movediza se recortaba contra el atardecer serrano,
nítida, desnuda y mutilada. La milenaria
roca que la coronaba, ya no estaba en su sitio.
El
comentario se fue esparciendo por el pueblo a medida que la tarde y la oscuridad caían sobre los cerros
y el valle. ¡Se cayó la piedra Movediza! En los cafés del centro, los
viandantes escuchaban la noticia con sorna, creyendo que su interlocutor les
estaba jugando un chascarrillo y decididos a no dejarse tomar el pelo. “Dale,
decime que también se cayó la torre de Pisa, farabute” le decía Manuel Blanco a
su cuñado, en la barra del bar Colón
Sólo la insistencia y los rostros apesadumbrados y graves de quienes se
habían acercado al pie del cerro a contemplar con sus ojos la infausta novedad,
hacía que la risa de los incrédulos muriera en sus bocas.
De tanda
en tanda, a pie, a caballo o en los pocos automóviles que había, la casi
totalidad de la población de Tandil se fue movilizando hacia el cerro para
verificar la defunción del tótem y emblema a cuya sombra había ido creciendo la
villa desde los tiempos del General Rodríguez y el Fuerte. Como un cortejo
fúnebre, la multitud azorada dejaba atrás el barrio de la Estación, doblaba por
la alameda detrás del Hospital, cruzaba el puente del arroyo y se precipitaba
por el abrupto camino que llevaba al pie del cerro. Al llegar allí los primeros curiosos resbalaron en las
escalinatas al tratar de alcanzar la cima. No faltó quien dijera que
los peldaños estaban recubiertos de una sustancia viscosa y resbaladiza, como si alguien hubiese ideado esa treta
adrede para retrasar la subida de visitantes inoportunos. (“¿Con qué
intención”…¿Para qué”?)
Rota, en
tres pedazos, yacía la piedra famosa en el fondo del abismo. Los primeros que
llegaron al borde de la sima, contemplaron con estupefacción al lìtico ídolo
convertido en añicos. Varias mujeres empezaron a llorar copiosamente, como si
estuvieran asistiendo al fallecimiento de un ser querido.
A la hora
del anochecer, lúgubres caravanas de
hombres y mujeres consternados bajaban las escalinatas de la sierra. “Se acabó
la piedra” El escritor Ricardo Rojas, presente entre la multitud, escribiría
poco después que la ciudad estaba de luto por la célebre roca “Era como su
bahía para Río, su Lido para Venecia, su torre para Pisa, su golfo para
Nápoles”.
Quién
haya sido el responsable de la caída de la piedra, si lo hubiere, se ocultó muy
bien. Desde los primeros minutos de la catástrofe, se empezó a culpar a los
anarquistas. Todavía estaba muy fresco el recuerdo de la gran huelga de 1909, y
la bandera rojinegra ondeando sobre las
canteras. Las palabras “atentado”, “sabotaje” y “explosivos” empezaban a sonar
cada vez más fuertemente entre la multitud silenciosa.
Unidos
por las manos, mezclados entre la muchedumbre, Esteban del Carmen y Arsendina
Francisco, con sus dos hijas bajaban del cerro en silencio. Ninguno de los
cuatro quería hablar, como si temieran expresar en palabras la sensación de mal
augurio que les provocaba la caída de esa piedra famosa.
“Esto es
tu culpa, huinca. Mi pueblo vivió en paz con la piedra durante siglos. Los
dioses están enojados. Está enojada la tierra” Todos se dieron vuelta para ver
a la autora de esas imprecaciones, y se encontraron con Eduarda Yancupil, la centenaria matriarca
mapuche de la zona. “La tierra se vengará. Pueden creerlo. La piedra era un
corazón, y ustedes lo detuvieron con sus fuegos y sus taladros.. Los cerros
sangran por sus vetas. Pueden creerlo. Cuando yo era niña, y en este valle solo
había flores, cardos y mulitas, el corazón de la piedra latía feliz, porque
sabía que lo cuidábamos. Pueden creerlo”
gritaba la vieja, alzando sus huesudos brazos hacia el cielo mientras
sus nietos trataban de callarla..
“Loca”.
“Callate, india loca” le gritaban varios vecinos indignados. Ajena a todo, la
vieja seguía gritando y perorando como una Casandra nativa. Después de
recibir la severa mirada de dos agentes de policía mezclados entre el gentío, dos
de los nietos de doña Eduarda apartaron a su abuela del camino…pero no lograron
callarla, y sus gritos siguieron resonando en lo profundo del monte nocturno.
A las
diez de la noche, todo había terminado. Los vecinos, sobrecogidos en sus casas,
se acostaban a dormir con una sensación
de mal agüero. Más de uno tuvo pesadillas. La piedra, rota en tres pedazos,
dormía su sueño eterno en su tumba de tierra y granito.
Tanteando
la oscuridad con sus ojos casi ciegos, Eduarda Yancupil volvió al lugar de la piedra. No necesitaba
ver: sus pies se orientaban solos por los caminos serranos, que había recorrido
una y mil veces en su juventud. Subió las escalinatas con la misma agilidad que
a sus veinte años trepaba esos cerros todavía vírgenes y desnudos.
Inclinándose
sobre el abismo, dejó caer un ramo de amarillas
flores silvestres y un puñado de bayas: era su ofrenda al muerto corazón
de piedra del valle. Lenta, suavemente, de su garganta reseca y de sus encías
desnudas empezó a brotar una canción en lengua mapundugun: la balada de la piedra que latía
A la
mañana siguiente, murió la vieja india también.
Excelente, querido amigo. Un abrazo, Amanda Hermoso.
ResponderEliminarMe encantó Santiago, va en la revista de Abril...
ResponderEliminarGracias, Cristina! Un abrazo.
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