EL VIAJE Y LA PESTE
Altamar,
1909.
Arsendina
Francisco recostó su cabeza afiebrada sobre la dura almohada de la estera de su
camarote de tercera clase. Había intentado mojarse la cabeza con paños fríos
para bajarse la fiebre, pero fue en vano. En un rincón de la minúscula habitación,
las pequeñas Irma y Beatriz veían con desorbitados ojos de horror a su madre
retorcerse y delirar.
Cuando
empezó el viaje, creyó que sus mareos se debían a los movimientos del barco, y
era comprensible -era mujer de la sierra, era la primera vez que navegaba en su
vida- y no le dio importancia pensando que en un par de días se acostumbraría.
Pero
todo fue peor.
A los
mareos siguieron la fiebre y la absoluta incapacidad de comer nada sin vomitar.
Y llegó
un momento, el que apenas pudo levantarse de la estera.
El
único médico a bordo la revisó, y revisó a otro pasajero que presentaba
similares síntomas. El diagnóstico fue el más temido: tifus. Los dos
enfermos fueron confinados en sus camarotes para evitar que propagaran la peste
y convirtieran al buque en un ataúd flotante.
Una
monja portuguesa cuidaba de Arsendina. Cuando superaron la mitad de la
travesía, nadie, ni ella misma, confiaba en que pudiera llegar con vida al
puerto de Buenos Aires. Y si llegaba, de todas maneras no le permitirían
desembarcar. El tifus no perdonaba a nadie. Con los ojos arrasados de
lágrimas y haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Arsendina suplicó a la monja
que le jurara por la Santísima Virgen que cuando ella se fuera, velaría por sus
hijas. La monja le juró que no demoraría
en colocarlas en adopción con una buena
familia.
Pero
contra todos lo pronósticos, Arsendina empezó a mejorar poco antes de llegar a
Montevideo. Allí fue obligada a descender del barco junto con sus hijas: en
Buenos Aires no querían gente apestada. La monja le dejó la dirección de un
hospital regenteado por sus hermanas de hábito. Arsendina lo buscó y se internó
allí para terminar de reponerse, mientras sus hijas quedaban al cuidado de las
hermanas.
Unos
meses después, habiendo resuelto sus problemas de salud y removidos los
obstáculos burocráticos, Arsendina y sus
hijas cruzaron el Río de la Plata a bordo de un carguero. Para cuando la ciudad
se aprestaba a festejar con gran pompa el Centenario de la Nación, una
salmantina delgada, envejecida prematuramente, con la cabeza envuelta en un
rebozo, sin equipaje y con dos niñas aferradas colgando de sus manos, cruzaba
el puerto de Buenos Aires en busca de alguien que la llevara a su destino: un
pueblo entra las sierras llamado Tandil. El lugar de la piedra que latía.
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