EL PATO BLANCO NEVES Y LAS SIETE HERMANAS DAGOR (CUENTO)
A la hora de la siesta el sol recalentaba las chapas que
formaban el techo del galpón donde funcionaba el gimnasio Blanco. Pero eso no
parecía hacer mella en el vigor de los
atletas que allí entrenaban. Con el sudor como una pátina de barniz sobre los
hipertrofiados músculos, animándose mutuamente con viriles imprecaciones y
bravuconadas, seguían agitando las
mancuernas, tirando de las poleas y levantando barras olímpicas dobladas por el
incontable peso de innumerables discos de hierro.
De pronto se hizo una pausa en ese concierto de jadeos
masculinos, exhalaciones y ruidos férreos. El “Pato” Blanco, dueño y señor del
gimnasio había entrado en el recinto. Su sola presencia imponía respeto. Sus
dos metros de altura rellenados con 120 kilogramos de trabados músculos, su
mirada ruda bajo el poblado entrecejo oscuro y sus manos hiperbólicamente simiescas le infundían prudencia al más guapo. Además,
se jactaba de conocer todas las rutinas de entrenamiento posibles, todas las
dietas imaginables y de tener acceso a suplementaciones milagrosas. Una vitrina llena de dorados trofeos y diversas fotografías del
“Pato” Blanco en torneos nacionales e internacionales, eran mudos pero elocuentes testigos de las
glorias deportivas del dueño del gimnasio. En un lugar preferencial, casi en un altar, se
podía ver una gigantografía que mostraba
a Pato Blanco abrazando fraternalmente a Arnold Schwarzenegger. A quien
quisiera oírlo, el propietario le narraba la historia de esa fotografía, tomada
durante un viaje a California para una visita
a una convención de fisicoculturismo, en
la que el gran Arnold lo había felicitado por sus logros y le había asegurado
que hasta sus oídos había llegado el eco de la fama del gran campeón argentino y su empeño por difundir en esas
tierras australes el viril deporte de las pesas.
-¡Miguel! ¡Bajale un poco al peso y hacé bien la técnica,
haceme el favor!¡ Dejá de hacerte la Bestia Power, que vas a terminar con un
desgarro y te voy a tener que pagar por bueno! ¡Juan! ¡Descargá esa prensa, no
te creas que no te vi, siempre hacés lo mismo! ¿Te creés que tenés un asistente
personal que anda atrás tuyo descargando las máquinas? ¡Martín! Ponete al
día con la cuota, campeón, somos amigos
pero yo no mezclo las cosas.
Firme y expeditivo, el “Pato” Blanco recorría el salón
impartiendo orden en ese vigoroso caos
de hormonas, sudor y esfuerzo que era el gimnasio a las tres de la tarde,
cuando el giro enloquecido de los ventiladores industriales no lograba disipar
el calor.
-¡Pato! ¡Seguime una cortita, dale!
El Pato Blanco no pudo resistirse a la llamada de su
mejor amigo, Guillermo, frente al cual
sentía un secreto orgullo de Pigmalión. Lo había preparado para dos torneos en
los cuales Guille se había consagrado ganador absoluto por el veredicto unánime
de los jueces. Siendo que el Pato lo
había iniciado en el deporte, ahora Guille estaba casi tan groso como él.
Casi. Porque al Pato Blanco nunca nadie lo iba a superar.
Al menos mientras estuviera vivo.
-¡Dale, campeón, una más., vas solo!- arengó al ver que
el rostro de su amigo, tendido en el
banco plano, se deformaba en una mueca
de dolor y sus brazos hercúleos temblaban como plastilina bajo la presión de la
barra olímpica cargada con ciento cincuenta kilos de peso. Sin embargo, posó
apenas las palmas abiertas sobre el
cilíndrico hierro , como si sostuviera en vilo un leve artículo de
glofoflexia. Estaba seguro que Guille
lograría izarla.
Y en efecto, en
un sobrehumano esfuerzo, dilatando
monstruosamente las aletas de su nariz para capturar la mayor cantidad de
centímetros cúbicos de aire posible, Guillermo hiperextendió sus brazo en
ángulo de noventa grados sobre su pecho, manteniendo en alto la barra
desmesuradamente cargada. Un mapa de sudor se dibujaba sobre su frente mientras
la vena de su sien parecía a punto de estallar y su mandíbula se endurecía
apretando sus dientes hasta el punto de casi quebrarlos.
Ahora sí, el Pato lo ayudó a guardar
la barra al tiempo que Guille relajaba sus músculos con un suspiro de alivio.
-Genial, bro… estas hecho una bestia. Andá pensando en el
próximo torneo…a este paso vas a ser casi tan bueno como yo.
El Pato reforzó la felicitación con un palmoteo en la
espalda sudada. Guillermo quiso agradecer, pero para cuando recuperó el aliento
el Pato ya se había alejado y le
indicaba a un adolescente escuálido cómo
hacer remo serrucho.
-“Casi tan bueno- ”pensó…”prefiero ser igual de bueno…o
más.”
Cuando terminó la jornada, después de cerrar la caja y
ordenar, el “Pato” se encerró un momento en el “cuartito de los pinchazos”. Así
llamaba al gabinete donde, fuera de la vista del público, administraba sus
pociones a sus discípulos predilectos. O a sí mismo, como en este caso.
Cargó una gruesa jeringa con dos medidas de enantato de
testosterona, y se la clavó sin mucho preámbulo en el muslo.Inmediatamente en el lugar de la pinchadura se formó un
diminuto globo de sangre que empezó a gotear, manchando la cuerina negra del
banco en el que estaba apoyado. Después de vaciar el contenido de la jeringa en
su torrente sanguíneo; el Pato tomó un paño blanco, lo embebió en alcohol y
se presionó sobre el orificio sangrante
que había ocupado la jeringa. Sacó el paño blanco tinto en sangre y lo dejó
caer sobre el banco.
Observando el conjunto, un extraño pensamiento vino a la
mente del Pato.
“Me gustaría tener un hijo con la piel blanca como ese
paño, las mejillas rojas como la sangre
y los cabellos negros como la cuerina de ese banco”
Y él mismo rió de su ocurrencia, dudando incluso de si lo
había dicho en voz alta. Menos mal que estaba solo. La mezcla del enantato con
la oximetolona y el dianabol le hacía pensar cosas extrañas.
Olvidándose del asunto, subió a su casa. El “Pato”
ocupaba unas habitaciones arriba del mismo gimnasio que regenteaba. Compartía
su vida con la única persona capaz de dulcificar su carácter y poner una
sonrisa en su rostro feroz: la hermosa y dulce Bianca Neves. Ella era la
que pasaba horas en la cocina ensayando distintas recetas que combinaran sabor y proteínas sin calorías
para agasajarlo Ella era la que sentada frente a la máquina de coser
confeccionaba prendas capaces de albergar la gigantesca anatomía de su marido
sin que él tuviera que renunciar a la comodidad o a los colores que le gustaban.
Era ella la que cada noche, cuando él terminaba de cerrar el gimnasio, lo
esperaba con la sonrisa a flor de labios,
la cena lista y alguna golosina sorpresa: el “permitido del día”, que
podía ser una lata de cerveza fresca o
una picadita de salame y queso.
Pero esa noche no hubo cena. Tal vez estimulado por la
dosis extra de testosterona en sus venas, al ver a su mujer el Pato sintió un
salvaje arranque de pasión que lo impulsó a levantarla en sus brazos, cargarla sobre la mesada de la cocina y allí mismo hacerle
el amor desesperadamente; una ,dos y tres veces.
Dos meses después, el Pato y Bianca se abrazaban felices
en el consultorio del ginecólogo:
estaba embarazada. Siete meses después nacía un niño al que le impusieron por nombre Miguel Blanco Neves.
Un niño robusto y blanco de gruesas mejillas coloradas y pelo renegrido, como
el de su padre.
El Pato no pudo disfrutar mucho su alegría. Un año
después del nacimiento del niño, murió a causa de un fulminante cáncer de
páncreas.
El día de su entierro, cuatro muchachos forzudos
enfundados en trajes negros visiblemente pequeños para sus tallas, llevaron el
ataúd del Pato hasta su última morada.
Al final de cortejo Guillermo, el mejor amigo y discípulo, estrechaba
contra su robusto pecho a la inconsolable viuda y al huerfanito.
El gimnasio estuvo
una semana cerrado por duelo. Bianca no sabía qué hacer. El niño lloraba, y las
facturas se acumulaban sobre la mesa. Bianca no sabía gestionar el negocio. No
tenía conocimientos de fitnes. Debía contratar a un instructor, y no sabía
cómo.
Guillermo acudió en su ayuda. Se hizo cargo de la apertura
del gimnasio. Ofició de entrenador. Recorrió oficinas públicas y privadas
pagando impuestos, habilitaciones, servicios y deudas con proveedores.
Bianca no sabía vivir
sola. Un año después de su viudez, se casó con Guille.
Guillermo estaba feliz. Ya tenía todo lo que siempre había
querido. Ahora tenía el físico de su amigo, pero también su casa, su gimnasio y
su mujer.
Una vez logrado su objetivo, se desentendió de Bianca y
Miguel, como quien pone un trofeo en la vitrina para nunca más volver a
mirarlo. Se dedicó exclusivamente a sus entrenamientos. Recordaba con más
facilidad la fecha del próximo torneo que el cumpleaños de Bianca y gastaba todo el presupuesto familiar en
esteroides y suplementos, aunque Miguel no tuviera zapatillas.
Abandonada y despreciada, Bianca Neves languideció como
un lirio en un vaso. La tristeza deterioró su salud. Al poco tiempo murió.
Miguel se quedó
solo con un padrastro que oscilaba entre la indiferencia y la brutalidad. Para
Guillermo, el pequeño Blanco Neves era un pesado recordatorio del muerto. Lo
sacó de la escuela. Lo obligó a hacer el trabajo doméstico de la casa y la
limpieza del gimnasio.
El joven hacía todo sin quejarse. Pero se reservaba
tiempo para entrenar. Cada noche, después de limpiar el salón, mientras
Guillermo dormía, el “Patito” Blanco Neves pedaleaba en las bicicletas fijas y
levantaba mancuernas.
La genética lo ayudaba. El maltrato de su padrastro lo
predisponía a la disciplina. Así llegó a su mejor edad en el mismo momento en
el que Guillermo empezaba su decadencia.
Nadie lo sabía, pero Guillermo tenía en su habitación un
espejo mágico.
Cada noche, parado
en bóxer frente al espejo, Guillermo preguntaba:
“Espejo de las
verdades
Responde a lo que
te digo
¿Cuál es el pato
más groso?
¿Quién se compara
conmigo?
Y el espejo hablaba.
“En todo el
condado
No hay otro más
mamado.
Mi señor poderoso
¡Tú eres el más groso!”
Noche tras noche, el espejo daba la misma respuesta a la pregunta de
Guillermo, quien recién entonces podía acostarse a dormir tranquilo en la cama
que en otro tiempo habían compartido el Pato Blanco y Bianca Neves.
Hasta que una noche fatídica, los oídos de Guillermo escucharon del espejo
parlante la respuesta más temida.
“En todo el
condado
No había otro más
mamado
Pero alguien te
ha superado
El chico Blanco
Neves hace rato
Que de este valle
es el mejor pato”
Guillermo estuvo a punto de arrojar una pesa rusa contra
el espejo destrozándolo. Pero lo pensó mejor y decidió que mejor sería
destrozar el cráneo de Blanco Neves.
Al otro día, se contactó con un sicario. Le dio dinero e
instrucciones. Cumpliendo con ellas, el sicario atracó a Blanco Neves mientras
andaba en bicicleta por una villa cercana, cumpliendo con un encargo que
Guillermo le había hecho a tal fin.
No le fue difícil reducirlo: a pesar de su inmenso
tamaño, Blanco Neves era bonachón y confiado. Cuando atinó a defenderse, era demasiado
tarde. Precintado, aprisionado en el baúl de un auto, fue trasladado hacia un
descampado donde el sicario le ordenó que se arrodillase.
De rodillas, con los ojos vendados y el cañón del
revólver apuntando a su cabeza, Blanco Neves suplicó por su vida. Gruesas
lágrimas rodaron por sus mejillas que, a pesar de estar cubiertas por una barba
rala y negra, eran las de un niño. El sicario era un hombre duro, pero no pudo evitar conmoverse él
también había sido un adolescente sin padre. Y había levantado sus primeras
pesas en el gimnasio del Pato Blanco.
No pudo hacerlo. Desamarró a Blanco Neves y le ordenó que
huyera lo más lejos posible y que por nada del mundo volviera a acercarse a su padrastro.
Blanco Neves corrió… caminó todo el día y toda la noche
por la ruta. Espantado por los ladridos de los perros y por los aleteares de
los murciélagos, dos veces estuvo a punto de ser atropellado por sendos
camiones cuyos conductores no entendían qué hacía ese caminante solitario por
la banquina a esas horas. Se lastimó la rodilla con un alambra de púas cuando
trató de entrar a un campo a pedir ayuda
en un puesto.
Al despuntar el día, llegó a un caserío que parecía ser
un suburbio. Desesperando en su búsqueda de amparo se acercó a una casa desde
la que se escuchaba música- y se asomó a una ventana
En el interior de un ambiente, siete mujeres rollizas
pedaleaban en siete bicicletas fijas.
Trataban de seguir el ritmo de la música y de fingir placer por el
ejercicio, pero traspiraban copiosamente
y sus rostros lucían expresiones dolorosas.
Cuando una de las gordas descubrió a Blanco Neves en la
ventana pegó un grito, primero de susto, después de sorpresa y finalmente de alegría
al apreciar las características apolíneas del joven. Todas se sumaron. Haciendo
gran algazara se bajaron de las bicicletas, lo invitaron a entrar a la casa, le
sirvieron un tazón de leche con cereales y pan, que el muchacho devoró
ávidamente, y lo aturdieron a preguntas. Se horrorizaron con la trágica
historia del Patito Blanco Neves y de su cruel padrastro. Ellas dijeron ser las
hermanas Dagor. Su madre había muerto
por la diabetes y su padre por hipertensión. Ellas estaban librando una cruel y
desigual batalla contra la herencia genética.
Blanco Neves dijo que si le permitían quedarse podía ser
su personal trainer. Ellas aceptaron unánimemente.
A partir de ese día, Blanco Neves se convirtió en pensionista permanente y entrenador privado
de las Dagor. Mientras ellas estaban en sus trabajos, aprovechaba para entrenar
él y diseñar las rutinas que después aplicaría en sus anfitrionas. El resto del
día supervisaba sus ejercicios, controlaba sus dietas y evadía sus avances
sexuales.
Mientras tanto, en el gimnasio Blanco, Guillermo creía
haber recuperado su cetro. Hasta que un día, escuchó una conversación entre dos
clientes que corrían en la cinta. Entre
risas, uno le refería al otro una anécdota que le había contado un amigo acerca
de siete gordas que vivían en su barrio, las cuales habían encontrado un “pibe
musculoso, medio opa y perdido” al que tenían prácticamente secuestrado en la casa.
Sus alarmas se prendieron y subió corriendo a su cuarto. Al encontrarse con el
espejo, formuló una vez más la consabida pregunta.
Y el espejo habló:
“El chico Blanco Neves hace rato
Que de este valle es el mejor pato
Y ahora en la casa de las gordas.
Su torrente de músculos desborda
Su espalda, brazos, piernas pectorales
En la zona no tienen más rivales”
Lágrimas de furia corrieron por las mejillas del envidioso
padrastro. Comprendió que el sicario lo había burlado.
No tardó en averiguar la dirección de las gordas. Se disfrazó de vendedor de
suplementos y se encaminó hacia allí.
Las gordas habían salido a trabajar. Guillermo se asomó a
la ventana y vio a Blanco Neves haciendo
dominadas en un fierro adosado a la pared. Lo reconoció al instante: la misma
espalda que el Pato.
Golpeó la ventana para llamar su atención.
-¡Joven amigo, no pude evitar observar su espalda! ¡Qué
desarrollo muscular, qué vigor!
-Me gustan las mujeres, señor…
Guillermo se puso rojo de la furia. ¡Siempre el mismo
pelotudo! “¡Con tanta papota en la sangre, no es extraño que al Pato le haya
salido el hijo retardado!” Pero se volvió a posicionar en el personaje, y continuó.
-No me malinterprete, mi joven amigo. Sólo quiero
ofrecerle un producto esencial para cualquier atleta. Es una nueva línea de
productos. Tengo oximetolona, dianabol, estano… le puedo dejar muestras gratis.
Blanco Neves hacía mucho que no se suplementaba, por lo
tanto no quiso a dejar pasar esa oportunidad. Aceptó todo lo que el misterioso
vendedor le daba con fines supuestamente promocionales. Nunca reconoció a su
pérfido padrastro. Nunca sospechó que todo estaba envenenado.
A esta altura, es forzoso reconocer que realmente nuestro
héroe no tenía muchas luces. Pero con un cuerpo como el suyo, el cerebro salía
sobrando. Aunque en esta circunstancia, le habría venido bien.
Blanco Neves tomó píldoras y se inyectó. Al llegar a su
casa, las gordas lo encontraron tirado en el suelo, babeando y convulsionando. Sin
poder hablar, señaló la mesa donde estaban los frascos. Allí, entre tubitos y jeringas, la menor de las Dagor encontró una nota
manuscrita que decía “Sí, fui yo”
-¡Fue el malvado padrastro!- gritó como si hiciera falta.
Blanco Neves dejó
de convulsionar y se quedó tieso y rígido. Las gordas no podían dejar de llorar. La mayor
de las hermanas fue a buscar una caja de cristal gigante que tenían guardada por si alguna vez llegaba
un patovica a morirse a su casa (eran muy previsoras), depositaron a Blanco
Neves dentro de ella y siguieron
llorando.
De pronto sonó el timbre.
La tercera de las Dagor fue abrir la puerta. Se encontró
con una mujer rubia y hermosa de una
belleza escultural.
-Hola, soy la princesa Azul. Lamento molestarla pero mi
auto se averió. ¿Me permitiría hacer una llamada?
-Qué princesa ni princesa. Que yo sepa estamos en una
República. Seguro que viene a robar. Váyase o llamo a la policía.
-Soy la princesa de la Manzana de Río Negro.- dijo la
muchacha ofendida. –Es una fiesta regional muy importante, vine a un evento en reemplazo de la Reina que
está enferma. Y no necesito robar nada, menos acá. Me quedé sin batería en el celular.
¿Me dejan llamar a la grúa?
Intervino la segunda Dagor.
-¿No ve que estamos de duelo? Váyase y déjenos
tranquilas, por favor. Acá no hay teléfono.
La muchacha era valiente. Notó que en esa casa estaba
sucediendo algo raro. Temió que alguien estuviera en peligro y, sin pedir
permiso, empujó a la gorda y entró.
Se quedó atónica cuando vio al hombre más
hermoso que hubiese contemplado nunca tendido inerte en una caja de cristal.
-¿Pero qué es esto?
-¿No te dije que estamos de duelo? – dijo la segunda
Dagor -¿Y quién te creés que sos para entrar así a nuestra casa? ¡Andate!
La joven acercó el oído al pecho de Blanco Neves y le
tomó el pulso con la muñeca.
-¿Qué duelo? ¡Está inconsciente, gordas boludas! ¡Hay que
hacerle RCP!
-¿Y cómo sabés?- dijo la Dagor mayor.
-Porque además de princesa, soy médica. Sí, eso de que
las que participamos en concursos de
belleza somos todas idiotas es un invento de ustedes, las feas. Ahora, con su permiso, tengo una vida que
salvar.
Con sus delicadas manos, la hermosa galena empezó a
masajear el pecho de Blanco, mientras le daba respiración boca a boca.
El muchacho abrió los ojos y se creyó en el paraíso.
Estaba recibiendo lo más parecido a un beso que había experimentado en su vida,
y de una mujer hermosa.
-¿Quién sos?-
dijo-
-Soy la princesa
Azul. O la doctora Azul Medina, como prefieras. Soy de Río Negro. Mi papá tiene
varios hoteles en Bariloche. Si querés, te podés venir conmigo y ser mi marido.
-¡Si, quiero!
Las Dagor, que
habían recuperado la alegría por unos breves instantes, volvieron a llorar más
fuerte. Pero Blanco Nieves las consoló. Les dijo que no se iba a olvidar de
ellas, que siguieran haciendo la rutina y que les iba a pagar una lipo a cada
una, ahora que iba a tener una esposa con plata.
Blanco Nieves se radicó en Bariloche junto con Azul. Su
suegro le armó un gimnasio en uno de sus
hoteles.
Vivieron felices
durante un año, hasta que Azul lo convenció de que acudiera a la justicia a
denunciar a su malvado padrastro y a reclamar
lo que era suyo por derecho.
-Señor Blanco Neves- le dijo un circunspecto oficial de
justicia de implecable traje gris y espeso mostacho en una oficina llena de
expedientes. – Debo comunicarle que su señor padrastro ha sido declarado demente
e internado en un neuropsiquiátrico. Parece que lo sorprendieron hablando con un espejo. Puede tomar posesión
de las propiedades que le corresponden después de completar algunas diligencias
judiciales.
Radiantes de felicidad, la princesa Azul de la Manzana y
el patito Blanco Neves se abrazaron llorando de emoción.
Unos meses después, se casaron por Iglesia en una
fastuosa ceremonia. La princesa Azul, vestida de tul blanco, estaba
deslumbrante. Las siete hermanas Dagor, convertidas en esculturales bellezas,
fueron las damas de honor.
Y vivieron felices… ¿para siempre?
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