JUNIO DEL ' 55 (FRAGMENTO DE NOVELA)
-
Mamá, yo quiero ver los aviones.
-
-Ya los vas a ver, hijo. En un ratito.
La señora Virginia
Etchegaray se sentó, fatigada, en un banco de la Plaza de Mayo. Apoyó la bolsa
de las compras a su lado y sacó un paquete de galletitas para darle una a su
hijo Luis, de cinco años. Había tenido que salir a hacer unas compras al
centro, pero como la vecina que habitualmente le cuidaba al niño en esas
situaciones se había enfermado, había tenido que llevarlo con ella. Para consolarlo
del fastidio por abandonar su habitación y sus juguetes para pasar horas
recorriendo tiendas repletas de artículos que no le interesaban y escuchando
conversaciones que lo aburrían, la joven madre le había prometido llevarlo a
ver el espectáculo de aviación que estaba anunciado para esa mañana en Plaza de
Mayo. “Vas a ver que lindo, los aviones van a hacer piruetas en el cielo y van
a tirar flores” le dijo para entusiasmarlo. El niño, ilusionado, no dejó de
preguntarle en todo el recorrido cuando iban a ver los aviones.
Pero el inicio del
espectáculo se estaba demorando y Virginia empezó a temer una suspensión. Para
colmo, la mañana gris y fría de junio amenazaba con un chubasco. En ese caso ella
tendría que arrastrar a su hijo hasta el tranvía para volver a su casa entre
llantos y decepción. ¿Con qué lo consolaría entonces?
-Mami… ¿cuando vienen
los aviones?
- Falta un ratito más,
hijo… comé la galletita, es de chocolate, de las que a vos te gustan…mirá que
lindas las palomitas, convidales un poquito.
El soldado Vicente
Mininno se presentó a su guardia esa mañana a primera hora. Pensaba en que
había tenido suerte de que lo destinaran al cuerpo de granaderos, y nada más ni
nada menos que a la guardia personal del Presidente de la República. En seis
meses dejaría de estar bajo bandera, volvería a su casa en Pergamino y tendría
para contar la experiencia más apasionante de su vida. Se compadecía de sus
antiguos compañeros de escuela. que estaban en los cuarteles, pelando papas y
lustrando las botas de los oficiales.
Pero esa mañana algo
andaba mal. El Presidente, que habitualmente se mostraba amable y distendido,
esa mañana apenas los saludó. Todos los días se quedaba allí firmando decretos
y tomando mate, hasta las nueve y media, hora en la que se reunía con sus
ministros. Ese día sólo permaneció unos minutos y salió eyectado, acompañado
por el ministro de Guerra y otros altos jefes militares.
Nadie les dio ninguna
explicación y ni él ni su compañero se atrevieron a pedirla. Pero lo inquietó
mucho una discusión que escuchó entre el coronel Máximo Alcázar y uno de los
jerarcas.
-¿Ya nos vamos al
ministerio de Guerra?
-“Nos vamos” es mucha
gente, Alcázar. Usted se queda acá.
-¿Cómo acá?
- Acá, Alcázar…que
quiere, que le haga un mapa.
Máximo Alcázar se puso
pálido. Vicente nunca había visto el miedo reflejado en los ojos de ese hombre
arrogante. No cabía duda: algo malo estaba pasando.
-¡Mamá, mamá! ¡Mirá
los aviones! ¡Los aviones!-
El pequeño Luisito,
alborozado, saltaba de alegría y alzaba las manos hacia el cielo gris. Virginia
sonrió: odiaba fallarle a su hijo. “Viste, mi amor, ¡los aviones que mamá te
prometió! Saludá a los señores que manejan. Pediles que tiren papelitos”.
Pero lo que cayó del
cielo ese día no fueron papelitos. Ni tampoco flores.
-No vayas…-dijo Irma
-Tengo que ir, Irma.
No le puedo fallar a los compañeros…y no le podemos fallar a Perón tampoco.
La pareja había
permanecido unos minutos en silencio después de escuchar por la radio al líder
de la CGT llamando a todos los obreros a defender al gobierno peronista del
artero ataque de la oligarquía. Irma dedujo la determinación de su hombre antes
de que este dijera una sola palabra. Por eso, decidió anticiparse.
-Perón tiene presa a
mi hija.
- ¡Bajá la voz! ¡Perón
no tiene nada que ver, es el marido el que es una porquería! ¡Y porquerías hay
en todos los partidos!
-Cómo lo defendés…ni
que fueras un peronista de la primera hora...ya te olvidaste de cuando eras socialista…
-¡Basta, mujer!. Yo no
me olvidé de nada. ¡Yo nunca olvidé mis principios! ¡No le voy a permitir a
nadie que diga que Hugo Gamboa traicionó uno solo de sus principios! ¡Ni
siquiera a vos! ¡Los principios del socialismo, en Argentina, los llevó a la
práctica Perón! ¡Si ya ves, que hasta se puso de punta contra los curas! ¿Quién
te dice que, si sale tu divorcio, el año que viene no nos podamos casar?
-No necesito casarme,
estoy bien así. Y debo seguir siendo la misma gallega bruta de siempre… porque
cuando íbamos a los círculos de lectura en la Casa del Pueblo, nunca escuché
que entre los principios del socialismo estuviera encarcelar a un obrero por reclamar por su salario, o a una mujer que lo ama por pedir su libertad.
-
Mujer, el paraíso terrenal no existe. Toda revolución tiene sus costos.
Yo lamento mucho que les haya tocado pagarlo a gente como tu hija y como
Giusseppe. Pero ya ves…él habrá estado en la cárcel, pero ahora su hija vive
gracias a Perón.
(...)
Si a Giusseppe no lo
convencía ese argumento con sabor a extorsión, a Irma mucho menos. Pero nada
pudo hacer contra la voluntad de su hombre rayana en la terquedad. Con el corazón encogido por la angustia lo
vio subirse a un jeep abordado por varios compañeros portando un arma de
fabricación casera. Un escalofrío recorrió su espalda.
La Plaza de Mayo era un escenario
dantesco. Cuerpos muertos o agonizantes yacían por doquier. Grandes manchas de
sangre teñían los pavimentos. Silbaban
las balas disparadas por los soldados leales que defendían la casa de gobierno
y los sublevados que intentaban tomarla, los comandos civiles que apoyaban el alzamiento
y las improvisadas milicias obreras que acudían al llamado de la CGT. En medio
del desastre, los contendientes de uno y de otro bando se mezclaban con los
transeúntes que huían presas del pánico y los que trataban de prestar auxilio a
los heridos generando una abigarrada confusión. Hugo dio un salto del jeep y
encaró, con el arma en mano, a un grupo de civiles alzados a los que reconoció
por la divisa de “Cristo Vence” que exhibían algunos de sus integrantes.
- -“¡Viva Perón, carajo!” –llegó a
gritar, antes de quedarse petrificado: había reconocido entre los rebeldes a
dos de sus antiguos compañeros del Partido Socialista. Uno de ellos, un obrero
pastelero con el que Hugo solía tomarse una copita de vino después de las
reuniones, también lo miró desencajado, como si se tratara de una aparición.
-Hugo…Huguito- dijo casi
balbuceando.
Por una breve fracción de segundo,
el tiempo quedó congelado para ellos. La breve fracción de segundo en la que
tardó otra bomba en estallar.
Primero vino un resplandor cegante,
y después una noche sepulcral. La plaza, la gente, sus compañeros y el
pastelero sublevado desaparecieron de la consciencia de Hugo. El mismo universo
desapareció.
Esa noche, mientras el
Presidente hablaba por radio anunciando el restablecimiento del orden, Irma del
Carmen corría llorosa por el pasillo de un hospital en busca del único hombre
que había amado en su vida, o lo que quedara de él. Lo encontró
semiinconsciente tendido en una cama, con todo su cuerpo quemado.
-Irma…´le dijo con un
hilo de voz cuando la reconoció- quiero que vuelvas a vivir con Benigno…
-Jamás- dijo llorando
ella.- Tú fuiste y vas a ser mi único
amor.
- Y vos el mío…-pero
es un hombre bueno y el padre de tus hijas…no quiero que estés sola- Hugo hacía
un gran esfuerzo por articular las
palabras. Irma, entonces decidió decir que sí a todo y limitarse a abrazarlo y
besar esa piel calcinada.
-Señora…- dijo una
enfermera- ¿Usted es la esposa del paciente?
-Su mujer…
La enfermera tragó saliva.
- Lo siento, señora, si no es
familiar no se puede quedar.
Irma la enfrentó con una mirada de
odio.
-Soy su única familia, señorita.
- Entiendo, señora. Pero…
-No, no entiende nada. Pero no
importa, ya me voy.
(...)
Fragmento de la novela "La balada de la piedra que latía" a publicarse próximamente por el sello "Autores de Argentina"
Comentarios
Publicar un comentario