LA BALADA DE LA PIEDRA QUE LATÍA (FRAGMENTO)

 

Con los cabellos recogidos cubiertos por una boina y vistiendo un mono azul de trabajo, Catita apilaba las cajas que llevaba desde del andén hasta el depósito. Llevaba dos meses trabajando en la estación, y nunca se había sentido tan feliz. Por primera vez, sentía que había encontrado su lugar.

La llegada de una mujer, revolucionó el ambiente ferroviario por dos semanas. Después, los muchachos se acostumbraron y empezaron a tratarla como uno más. Es que Catalina no le hacía asco al lenguaje procaz, ni se espantaba por los chistes verdes, ni le sacaba el cuerpo al trabajo más duro tampoco. Ya Giuseppe les había avisado acerca de la excepcional fuerza física de la muchacha, pero varias veces se veían obligados a recordarle los límites de su anatomía. El capataz, un italiano bonachón y obeso, le había tomado mucho aprecio. Incluso, le enseñó a conducir la camioneta de la cuadrilla, por si había que trasladar cargas hasta lugares más alejados de la estación. Catita aprendió encantada.

En la estación, Catita conoció a los crotos. Se acercaban con sus bagayos (sus lingheras) en busca de un lugar para dormir en los galpones o donde consumir su pitanza. Llegaba un tren de carga, y bajaba una multitud de ellos: flacos, desharrapados, andrajosos. Venían del Chaco, de Tucumán, o de más lejos y  siempre traían noticias de esos lugares. No molestaban a nadie, sólo buscaban un lugar donde armar su ranchada: hacer un fueguito, y calentar el agua para el mate y el guiso. Catalina pronto descubrió que estos hombres, a los que al principio les tenía miedo porque cuando era niña la asustaban con ellos, a veces decían cosas interesantes.

Un día, se peleó muy fuerte con su tía Beatriz. La señora le había recriminado por enésima vez su poca colaboración con los trabajos del hogar, a lo que Catita respondió que por si no se daba cuenta, ella  ahora trabajaba. Beatriz se enfureció y le dijo que si se creía que por trabajar con los hombres iba a tener las mismas libertades que ellos, estaba muy equivocada, y que más vale que agarrase un trapo y se pusiera a limpiar. Catita, que había estado toda la semana cargando fardos, se sentía cansada y dolorida; y el regaño de su tía la terminó de poner de mal humor. Le gritó que era su sobrina, no su esclava y que si necesitaba ayuda  se la pidiera a su marido que “no se va a volver manfloro por lavar una media”  Horrorizada, notando que a su sobrina se le pegaban cada vez más el lenguaje y los modales de los hombres de la estación, Beatriz le dijo que sentía mucha vergüenza  por ella “Como si no bastara con una hermana perdida, ahora Dios me manda una sobrina virago. ¡Qué cruz!”

Fue suficiente para Catita. Dijo que se iba a ir para siempre de su casa para “no avergonzarla nunca más” y se fue dando un portazo.

Agarró la bicicleta que se había comprado con sus meses de trabajo y pedaleó hacia la estación. Ya había oscurecido, y no quedaba nadie. Sólo unos crotos rancheaban en un rincón escondido entre dos galpones. Catalina se acercó, atraída por el vaho del aromático guiso que estaban preparando.

 ¡Miren quién está aquí!- dijo uno de los crotos, sonriendo a Catalina con unos pocos dientes desparejos y amarillos ¡Es la moza de la estación!

¡Venga, moza, siéntese con nosotros! ¡Cómase en plato de guiso carrero!

Catalina, agradecida, se sentó en un lugar que le hicieron. Alguien le alcanzó una escudilla y una cuchara.

 ¿Qué cuenta la moza? Qué anda haciendo lejos de su casa a estas horas?

Andaba con ganas de tomar aire.

Un  hombre  joven, de cabello enrulado y negro, se dirigió a ella.

Yo la conozco. Usted es Catita Ferreira, la hija menor de Irma y Benigno

La misma. ¿Y usted quién es, caballero?

Yo soy Américo Ghezzi. Me dicen Bepo. Yo fui muy amigo de su papá y su mamá. Trabajé en las canteras.

Catita recordó algo que le había contado su tío Lucas, acerca de ese anarquista medio loco que trabajaba con ellos en la Movediza, que se había atrevido a enamorarse, nada más y nada menos que de la hija del patrón, la encantadora Uda Conti.  Recordaba que le había contado cómo el loco Bepo, o habiendo podido soportar la frustración de ese amor y las injusticias  que padecía y presenciaba cada día en la cantera, había largado todo para irse de croto.

‒ Por fin lo conozco, Bepo. Me habían hablado mucho de usted.

–Espero que no se haya creído todo.

‒Lo que escuché me gusta.

 ¿Que escuchó?

‒Y…que ha viajado por todo el país… que no vive en ningún lugar fijo…y que no tiene Dios, ni patrón, ni familia.

¿Y eso le parece bonito?

Me parece hermoso. Eso es ser libre.

Se ve que salió buena, mocita…la libertad es lo más importante del mundo. Míreme a mí…¿Qué era yo cuando picaba todo el día piedras en la cantera para enriquecer a otro?..un esclavo…

Catalina se llenó de tristeza al pensar en su tío con las manos deformadas de callos después de treinta años blandiendo el mazo y la martelina, en su abuela, que murió con los pulmones llenos de polvo de granito, en su mamá,  cocinando toda la vida para la mesa ajena y sin haber ganado ni siquiera el derecho a elegir a quién amar; y en ella misma y en su hermana, condenadas a la pobreza y el desprecio desde muy niñas.

¿Y usted cree que alguna vez todos en el mundo seamos libres?

Quién no intenta lo imposible, nunca logrará lo posible, dijo Bepo.

‒Dejá de meterle cosas raras en la cabeza a la moza  dijo otro croto ‒ .Señorita, su lugar no es estar acá rodeada de vagabundos. Usted tiene que conseguir un hombre bueno, para casarse y formar una familia.

 Estoy cansada justamente de eso   dijo Catalina  ‒ de que todos me quieran decir cuál es mi lugar. Como si yo fuera una muñeca en una vidriera.

Creo que este libro le va a interesar dijo Bepo. Y revolviendo su jergón sacó de él un libro en cuya tapa se leía un título “Dios y el Estado” y un nombre “Bakunin”.

¡Catalina! ¡Catalina!

Los faros de una camioneta iluminaron la escena. El tío Lucas, acompañado por el capataz de la cuadrilla y Giuseppe, descendieron de un salto de ella.

 ¡Catalina, tu tía está muy preocupada! ¡Cómo se te ocurre irte así! ¡Alejate inmediatamente de esos vagabundos y subí a la camioneta!

¿Cómo estás, Lucas? Tanto tiempo

 ¡Bepo!  Lucas se quedó helado de estupor al reconocer a su antiguo amigo y compañero de trabajo, el hijo del tano Ghezzi.

 Sí…me tocó volver otro rato por acá…anduve, leguas y leguas, hermano. Dormí bajo el calor de los algodonares del Chaco y soporté las nevadas de Santa Cruz…corté caña de azúcar en Tucumán y cuidé ovejas en Chubut… y no la pude olvidar, hermano. No hay un día que no piense en ella.

Lucas no supo si Bepo se refería a Uda Conti o a su madre, que había muerto cuando él todavía era un niño. No quiso preguntar tampoco. Tenía miedo de tener que decirle que Uda se había casado y ahora era una señora distinguida  que concurría a misa en el Santísimo y tomaba el té en la Colón.

Un gusto haberte visto, amigo. Cuidate. Vamos, Catalina… ya es hora de que vayas dejando de hacerte la artista.

Catalina escondió el libro bajo su saco y subió a la camioneta. Mientras se alejaba rumbo a la Movediza, saludó con la mano a sus nuevos amigos crotos, que le devolvían el saludo agitando sombreros y pañuelos.

Bella, ciao; bella, ciao; bella, ciao, ciao ,ciao…canturreaba Beppo.

Le cantaba a Catalina, pero pensaba en Uda.



 


 

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL PAN DE LA ALEGRÍA (CAPÍTULO I)

SI ME DAS DE BEBER, AMIGO MÍO...

VALLE INFERNAL (CAPÍTULO I)