LOS MONSTRUOS SON LOS OTROS (NOVELA) CAPÍTULO 1
La calle húmeda, como una brillante serpentina nocturna,
caracoleaba y se perdía entre las pocas casas destartaladas y precarias de ese
suburbio en sombras. Apenas el cartel de neón del hotel alojamiento disipaba un
poco las tinieblas de la madrugada y echaba un poco de luz sobre los tapiales
bajos que cercaban jardincitos delanteros adornados con malvones y frentes sin revoque con las ventanas
herméticamente cerradas.
Pasionaria avanzaba con dificultad, sus tacos se hundían
en la tierra cenagosa. Pisó una pasta viscosa y maloliente, que parecía ser excremento
de algún animal y maldijo en voz baja.
Solamente a ella se le ocurría acompañar a un cliente
desconocido a un barrio tan alejado. Ella y sus compañeras ya tenían sus
hoteles “de confianza”, pero el tipo había insistido en ir ahí. Y esa noche tan fría, lluviosa y de poco movimiento, no le daba
para hacerse la estrella.
Al principio el servicio parecía fácil. Lo convencional.
Ningún cliente dejaba de hacerlo. Cuando el tipo llamó a la recepción para
pedir una botella de cerveza y unos vasos, Pasionaria creyó en que lo más
difícil había pasado. Se relajaron bebiendo, él le contó de su vida, le mostró
fotos de sus hijos, ella le compartió algunas anécdotas de la noche, y
respondió a las preguntas de rigor: que qué edad tenía, que cuánto hacía que se
dedicaba a eso, que qué opinaban sus padres, etc. Formaban parte de un ritual
conocido y ensayado del cual Pasionaria era experta oficiante.
La cosa se complicó cuando el hombre, blandiendo la
botella ya vacía, le dijo con una sonrisa pervertida: “ahora ponete en cuatro
que quiero seguir jugando”
Pasionaria estaba acostumbrada a todo tipo de
perversiones, pero tenía sus límites. Ese era uno. Conocía a muchas chicas que
habían muerto empaladas o desangradas por juegos como ese. Ni el ofrecimiento
de más dinero, ni las convincentes aseveraciones de su partenaire acerca de su
experiencia en ese tipo de prácticas riesgosas y de su habilidad para volverlas
seguras y “cuidadas” lograron doblegar su negativa. Cuando las súplicas
empezaron a transmutar peligrosamente en amenazas, un certero empujón de
Pasionaria bastó para recordarle al atrevido cliente que ni la media red, ni la
purpurina, ni la silicona de avión ni la progesterona sintética habían logrado
borrar del todo al macho humano llamado Cristóbal Ayala que, unos años antes,
había mutado en Pasionaria.
Visiblemente molesto por la intransigencia de la
trabajadora sexual, el hombre empezó a recoger sus cosas y a vestirse. “Es que
eso no es lo que habíamos acordado, papu” insistió Pasionaria tratando de sonar
conciliadora, con la vana esperanza de poder conservarlo como cliente para
prácticas “normales”. Pero el tipo se seguía empeñando en sentirse estafado. Si
la prostitución hubiese sido un servicio regulado, seguramente habría llamado a
Defensa del Consumidor.
−Me voy− dijo secamente, cuando terminó de ponerse la
camisa y la campera de cuero.
−Alcanzame hasta el centro, papu− suplicó Pasionaria.
−Eso tampoco lo habíamos acordado- dijo él con satisfacción irritada cerrando la puerta de la
habitación de un portazo.
Pasionaria había trabajado poco esa noche, y no quería
dejar todo en un remise. Además, tenía poca batería en el celular. Así que
abandonando el hotel, emprendió la peligrosa excusión nocturna por las calles
de ese barrio desconocido. Total, estaba acostumbrada a vivir al filo del
peligro. Poco tiempo antes, una de sus compañeras de parada, una peruana joven,
había sido asesinada a golpes por una banda de neonazis. Eso había creado
pánico entre la comunidad travesti de la ciudad. Pasionaria lamentaba el triste
destino de la peruana y también tenía sus temores. Pero no podía negar que le
había venido bien heredar gran parte de la clientela de la difunta y que con
tanta marica nueva asustada, ahora tenía más trabajo que nunca.
Pero esa noche ya estaba perdida. Había trabajado poco,
el único “servicio” bueno que había enganchado la había dejado varada ahí, en
la loma del culo y estaba toda embarrada y enmierdada. Para colmo, se había
vuelto a desatar una llovizna, leve pero molesta y mojante.
Pasionaria salió de la calle de tierra y se trepó a la
ruta, para poder pisar asfalto en vez de barro y bosta. Pero, ante el temor de
ser arrollada por un auto, volvió a bajar a la banquina.
Caminó unos metros, hasta que divisó una aparición
fantasmagórica bajo la llovizna. Era una mujer con un niño en brazos. Los faros
de un auto recubrieron a la mujer de un nimbo de luz, lo que hizo que
Pasionaria recordara a las imágenes de la Virgen del Rosario que ella estaba
acostumbrada a ver cuando era un niño en un colegio de curas.
Lo inesperado de esa presencia en ese lugar y a esa hora,
hizo que Pasionaria detuviera su marcha. Las dos quedaron frente a frente. La
joven, de mediana estatura y largos cabellos renegridos, miró a Pasionaria como si fuera un fantasma. El
niño empezó a llorar más fuerte.
Pasionaria se dio cuenta de que con todo el maquillaje
corrido, la peluca mal acomodada y sus
dos metros de altura, incluyendo los tacos, debería parecer un monstruo.
−No tengas miedo… ¿qué hacés acá con esta criatura?− le
dijo.
−Mi marido se volvió loco− fue la respuesta.
Pasionaria se dejó conducir por la muchacha a través de
una callejuela lateral. No le importó volver a embarrarse ni meter los pies en
un charco considerable. Llegaron al frente de una casa gris, a través de cuyas
ventanas se escuchaba música de cumbia,
pero con la letra cambiada en versión evangélica (de esas que en la parte que
dice “bebé” o guacha” ponen “Cristo”). Y también se escuchaban gritos y ruidos
de platos que se rompían.
Pasionaria abrió la puerta con expresión decidida.
Adentro, un hombre de pelo gris como la fachada de la casa, completamente
desnudo pero cubierto con una especie de estola sacerdotal arrojaba platos y
vasos contra una improvisada fogata peligrosamente ubicada en el centro del
salón.
−¡Fuera, Satanás!… ¡Arde, demonio! ¡Arde!¡ ¡Ejército
celestial, yo te conjuro! ¡Fuera de aquí legión infernal! ¡Yo te expulso en
nombre del Señor!
Acercándose a la fogata donde la llama tremolaba,
consumiendo los restos de trozos de vajilla y una foto familiar donde se podía
vislumbrar, todavía, la imagen de la muchacha junto con el viejo delirante,
Pasionaria tocó el hombro del vociferante demente.
Él se volvió, con los ojos desencajados enfocando en
Pasionaria una mirada de cachorrito asustado.
−Señor…creo que necesita ayuda…está asustando a su mujer
y a su hijo…además…va a quemar todo.
−¡SATANÁS!!- gritó el hombre elevando la voz casi al
registro del falsete… ¡Vade retro! …¡Demonio de los infiernos, vuelve a tu
mundo! ¿Por dónde entraste, enviado de Lucifer?
−Te juro que yo no la traje…-lloriqueó la chica que
acababa de entrar− .Le dije que no viniera pero insistió−. Su voz se adelgazó
en un gemido. El bebé seguía llorando.
−¡Fuera de mi hogar, criatura de las tinieblas! ¡Lilith!
¡Jezabel!
Improvisando una antorcha con un rollo de diario, el loco
acercó peligrosamente una lengua de fuego al cuerpo de Pasionaria, quién lo
esquivó hábilmente.
−¡¿Qué mierda hacés, viejo falopero de mierda?!− gritó
con su voz de hombre.
Alcanzó a tomar
una cuchilla que había visto, desde el momento en que entró, sobre el aparador
de la sala. Sus años en la noche la habían entrenado para detectar a primera vista la presencia elementos de
ataque o defensa en cada habitación en la que entraba. Armada con ella, se
enfrentó al lunático, que se había quedado inmóvil, quemándose su propia mano
con el fuego que había encendido para usar contra Pasionaria.
Pasionaria también se quedó inmóvil. ¿Dónde había visto
esos ojos y escuchado esa voz?
La muchacha rompió a llorar, a coro con su hijo.
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